El silencio que precede luego de una explosión, que es
una mixtura, entre gritos ahogados, polvo, olor a carne
quemada y ceguera parcial, más un zumbido en los oídos
que se instala como una sirena de bomberos, dentro del
tímpano, es el mismo que experimentamos antes esos
hechos y acontecimientos que cambian el rumbo de un
día normal, de esa rutina pre establecida, de esa maquinaria
zombi que nos llena la agenda de obligaciones, de rituales,
de costumbres.
De pronto alguien sale a correr, un domingo, dice chau con
La mano, ni siquiera reparamos en que lleva puesto, porque
el ruido, el apuro, el domingo que avanza, nos deja ciegos,
pero no vuelve, el plato puesto en la mesa, la olla que hierve
pero no vuelve, y entonces estalla la bomba, y el silencio
hace sangrar los oídos. Un chico que se suicida en el coche
de su madre, en el garaje de su casa, mientras el lavarropas
gira, junto con la secadora, y ambos ruidos tapan el ruido del
disparo en la cien, y después el silencio de gritos desgarrados,
el ahogo de rabia e impotencia, un padre que llega y ve salir
de su casa a unos sanitarios con una bolsa negra, y después
el silencio de patadas a los muebles, de desgarros internos,
de esquirlas de la bomba incrustadas en la piel.
Unas madres que buscan a sus hijos, que explican, que no
volvieron a dormir, unas abuelas que buscan a hijos y nietos
y danzan después del silencio abrazador, todavía sordas y
ciegas de tantas balas y palabras huecas.
Un chico que sale por la costa, va a una disco, y muere en
la calle, acribillado a patadas, y el silencio cómplice, la
ceguera múltiple, uno muere y ya no hay vuelta atrás, sus
padres se llenaran de silencio de su voz, de su risa, de su amor,
a los que lo mataron, también les cambiará la vida, pero no
tendrán la paz del silencio, si no la tortura de la culpa y lo
absurdo de no haber empatizado con el más débil nunca,
por tener una vida de privilegios.
Pero en algún momento los atacará el silencio, y escucharán
el ruido roto de sus patadas, golpeando carne y huesos inocentes
y será ensordecedor y más muerte que la muerte.
Un hijo que llama a su madre, y le dice no te asustes, estoy bien,
estoy en el hospital, tuve un accidente, vení y no mires a los
costados de la ruta, y la madre va, aturdida por el silencio, que
solo se interrumpe por el bombardeo de los latidos del corazón,
y si mira, y ve un amasijo de hierros, y bomberos y policía, y
siente culpa, siente terror, siente que la vida se escurre, hasta
llegar al hospital, hasta verlo, con heridas con golpes pero vivo,
y ahí el cordero se convierte en león y es toda fuerza bruta.
El silencio sin limites, lleno de absurdas preguntas, se le instala
a unos padres que van en busca de su hijo, que sufrió un golpe,
para los médicos de urgencia sin importancia, pero el chico no
está en casa, el chico no contesta el teléfono, porque el chico
está en el hospital, y los padres corren, con un silencio despavorido
con una urgencia que desconocen, el chico está asustado, ya no
tiene 20 años, tiene 3 o 4, y necesita a su mamá y a su papá,
y esta blanco como la nieve, y tiene miedo, y los padres están
aterrados, y todo es silencio lleno de preguntas, todo desaparece
de la escena, no hay paredes, ni gente, ni tramites, ni agenda, ni
deudas, nada, no hay nada, solo un pensamiento que no se expresa
que está ahí dando vueltas, si se muere me mato, y lo ahuyentan,
lo descartan como un carbón encendido en las manos, pero hay
tanto ruido en ese silencio que les traspasa el alma de lado a lado.
Vuelven a la vida con él, cuando sale, cuando está vivo, pálido
como la nieve y desvalido, pero vivo. Y el silencio sigue ahí,
porque hay cosas que jamás van a contar de lo que paso por sus
cabezas en esas horas eternas. Porque la felicidad de la vida,
será más fuerte que el miedo a la muerte.
Han sido afortunados, y los huecos se pueden cubrir de palabras.
Los que no vuelven y se van sin que les podamos decir
adios, nos dejan llenos de silencios absurdos, resentidos, culposos
y agrios, que no hay ruido en el mundo entero que
pueda lograr convertir ese silencio en sonido.
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