En estos tiempos de oquedad, tan falsamente iluminada, donde pareciera que el alma
para subsistir tiene que ser vaciada.
Como si fuese la casa de la niñez, cuando nos toca la ardua tarea de ser arqueólogos
de nuestra propia historia, remover la tierra y encontrar huesos intactos y retazos de piel ya
desangradas.
Podemos hacerlo con maestría y cálculo académico , ser profesionales y meticulosos
en el trabajo de aseo. Pero no podremos evitar que el alma vuelva a sentir y se traslade
a esas tardes invernales, todos reunidos al calor del brasero.
Vaciar el alma de tanto recuerdo, a veces mal parido, que no quiere ni puede ser huido.
Es como encontrar esa foto en blanco y negro, ya gastada y amarilla, sin sentir ese nudo en
la garganta , y que no nos tiemblen las rodillas.
Vaciar el alma es como vaciar el hogar sencillo, donde crecimos, y descubrir en los
cajones derruidos, todos esos tesoros que yacían escondidos, el botón de una camisa,
la aguja y el dedal, que cosían los remiendos y las costuras del impoluto delantal.
Debatirse entre lagrimas , con la pregunta latente, si esto se ha de guardar.
Los muros de esa casa, que solo han sido un hogar cuando tenía alma, de padres, de
hermanos y fiestas de guardar, esas que nos ahogaron o nos dieron alas para volar.
Más cuando llega el día, que nos toca el inventario, ya no la vemos como entonces,
una guirnalda plateada, una tijera oxidada, pueden disparar como un arma con munición
pesada, y seguramente llevaremos las manos entrelazadas al pecho, para protegernos de las
balas que que vacían recuerdos, porque de eso vive el alma, que aunque no puede ser tocada,
es poderosa e inmensa, porque de todo lo que amamos, esta habitada.
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