Parece que no hay forma ni manera
de que el ser humano, medio, lineal,
construido a medida en forma milenaria
desde los bastos cimientos de la
religión y el poder, logre de algún modo
simple y sencillo, reconocer el valor de
la vida.
Hemos venido a morir, lo sabemos,
es la única certeza que tenemos, a partir
del razonamiento lógico y adulto.
Porque un niño adolece de esa constancia
y por eso pasa los primeros años de su existencia
como un suicida, como un demente sin
consciencia, que no escatima, en demanda, casi
malvada y osadía, desconociendo el peligro
y descubriendo todo a fuerza de caídas.
Ellos son como nosotros fuimos, y solo son
vulnerables al desamor, a la indiferencia y más
aún a la sobreprotección.
Esa que los adultos instalamos en forma vertical,
por su felicidad y la nuestra, sin tener en cuenta
que el niño es feliz, inmensamente feliz, aún con las rodillas
rotas y 10 puntos de sutura , con juguetes por doquier
o una caja de cartón llena de ollas y espumaderas,
inventando una canción.
Y gritan y patalean en busca de nuestra atención,
para que los llevemos a la plaza aunque llueva a cántaros,
y nos metamos con ellos en los charcos, hasta que salga el sol,
Y nosotros, pobre de nosotros, que conscientes de la muerte
tan presente, tan cercana, disfrazamos con paraguas, capas
botas y horarios para todo y para nada, nuestros miedos
más profundos de que se rompan, y seguimos insistiendo en
construir niños como
si fueran muros, duros y grises, que actúen como nosotros
que se les agote la sonrisa del hoy, y piensen en el futuro,
temerosos de arriesgar , y dejando todo lo bueno y divertido,
para ese mañana , que ni siquiera sabemos si va a llegar.
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