Me niego y me vuelvo a negar, a ser testigo de un amor que agoniza,
conectado a un respirador que se asfixia exhausto, de tanto imitarse,
fingiendo inspirar y exhalar.
Me niego al agotamiento de verlo extinguido, flacucho, enclenque, muerto
de hambre, sin pan y sin vino. Arrastrándose penoso entre mentiras y
olvidos. Me niego a que este amor tan oliente a rosas, se debata entre
hedores asépticos y gasas porosas y me niego a seguir envuelta con él
entre sábanas frías y camas de hospital, con la lengua dormida y con
sabor a metal en el paladar.
Me niego a descuartizarlo en vida, a practicarle una autopsia, cuando
todavía late, a tirarle puñados de tierra en la boca, viendo como aún
respira.
Prefiero que arda, que se consuma y que las llamas lo doblen, que
duela por lo que fue y que las heridas le recuerden porque no tuvo que ser.
Así, después, se podran guardar las sagradas cenizas en una cajita de
plata y cristal, colgando de un improvisado altar, que mire hacia el mar
con ojos serenos y con libertad.
Sin ataduras, sin insistir en aplicar palas a un corazón, que rechazo ser
trasplantado, y ha preferido quedarse conectado, intubado, pensando
en pedir su última voluntad, imaginando que después de expirar, le será
concedida con lealtad.
Me niego a mirarlo a través de paneles y luces frias, con los ojos
mudos y las manos pálidas.
Por sobre todo me niego a esperar sentada en el borde de la cama, a
que deje de sufrir y no se despierte mañana.
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