Y después de todo que es el amor, sino columpiarse, en ese
vaivén de euforia, cerrando los ojos al elevarnos, pidiendo
que nos empujen más fuerte, hasta tocar el cielo con las puntas
de los pies, con esa certeza de saber que quién nos impulsa,
también sabrá parar a tiempo, cuando se lo imploremos casi
sin aliento, incluso a riesgo de su propia suerte.
Que es sino el amor, más que columpiarse hasta que todo gire
y se desvanezca en un vuelo, que cuánto más alto nos lleve, más
riesgo tendremos de caer de bruces y estamparnos contra el suelo,
y según pasen los años, acusaremos golpes más impiadosos, que no
sanarán con curitas, ni con colita de rana, y no sanarán hoy, ni
sanarán mañana.
Que es el amor sino columpiarse tan fuerte hasta perder el control
y dar vueltas mareados y pedir más y más, con esa sensación tan
potente de estar suspendidos en el aire, sin red, ni sustento y
aún sabiendo que si caemos, nos dañaremos más allá de unos
raspones y nos entre el pánico y huyamos de los parques como de
la peste. Pero también puede que si los mismos brazos que nos impulsaron
a volar nos arropen en la caída, nos acompañen y curen nuestras heridas
con su propia saliva y se queden ahí hasta que desaparezcan, volvamos a
intentarlo una y otra vez, porque eso es lo que tiene el amor, no es eterno,
no es seguro y como los huesos se rompe, se expone, se fragmenta y
aparece así de golpe, como un dolor, que se calma con el impulso de
unos brazos que nos hacen volar, hasta tocar la nubes, en la inequívoca
convicción de que puede fallar, que no será para siempre y
que los huesos y las heridas terminarán sanando, cada vez que decidamos
correr el riesgo de volar al columpiarnos, y tocar el cielo, aunque sea un momento.
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