Ella que tan pocas veces caminaba por las calles de su Kioto natal,
tan soñado, tan ancestral y mágico, ella que tan pocas veces podía
disfrutar del paisaje urbano, entre jardines idílicos y templos milenarios,
en medio de la vorágine de un tráfico que parecía plantado a la fuerza.
Ella que nunca andaba a cara lavada, sin sus polvos de arroz y sus labios
pintados de rojo sangre, su cabello anudado y abultado en un moño,
parapetado entre palos y horquillas, ella no sabía como acelerar sus tímidos
pasos en medio de una multitud que la abrumaba.
Ella que arrastraba a la Maiko, que parecía que nunca iba a salir de ser una
simple aprendiz, donde generaciones de familias pobres, depositaban esperanzas
de un futuro mejor.
Todo lo había aprendido, ser etérea, invisible, ser discreta y anónima, agradecida
y obediente, hasta llegar a ser lo que hoy era, Geisha, en banquetes y reuniones,
de gente poderosa que exploraba el arte de ser complacidos, por estas niñas
hechas de nubes misteriosas, que los evadían por un rato, unas horas, y los
hacían salir de sus vidas acomodadas de empresario prósperos, para adentrarse
en el mundo de las mujeres de pequeños pies.
Todo lo sabían, bailar con encanto, servir con recato, hijas del silencio, sin proferir
jamás una queja en público, ni demostrar un signo de cansancio.
Ella que espera llegar a su casa, para despojarse delicadamente de sus pesadas
vestiduras y deshacerse del inconfundible maquillaje de polvo de arroz.
Ella ahora caminaba, casi como escapando del Kioto de templos budistas tan
majestuosos como implacables, que la alejaban mentalmente de viejas tradiciones,
pensando en sonetos que venían a su mente, - Al pié de un cerezo, breve huella
anónima, un pedazo de mí resiste al tiempo- donde la había oído?, porque ahora
aparecía así de golpe, como aquel otro que decía -disfruta cada momento, porque
puede que no vuelva a suceder-, que belleza pensaba Yoko.
Seguía caminando, entre clásicos jardines y palacios imperiales, al encuentro de
aquel hombre, que la había hecho dudar de todo, con sus artes y palabras.
Las luces del atardecer, encendían la ciudad haciéndola vibrar con sus carteles
luminosos, y su masa de cemento iluminada, y ella, entonces apuró sus pequeños
pies, sin saber donde la iban a llevar, pero sentía por primera vez, que ya
no podía parar y que las tradiciones, el polvo de arroz, y los rojos labios podían
esperar.
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