Darse cuenta que cuando no hacemos lo que amamos
hacer, nos permite hacer todo aquello que parece lógico
e imprescindible, nos deja, si podemos verlo, en una
encrucijada mental, que desborda y paraliza.
Encontrarse en un impase de vida, en una tregua donde
el mundo desaparece y solo existe hacer con los cinco
sentidos, aquello que siempre nos enseñaron que es
tiempo perdido.
Hacer lo que hacemos como máquinas absurdas de
picar sueños, aturdirnos y lacerarnos con los espasmos
de la malsana obligación de cumplir inexorablemente
con mandatos que nos fueron legados, y que repetimos
en un bucle desesperado y tardío.
Reprimir nuestros deseos, encerrarlos en cajas blindadas
y tirar las llaves en pos de darle sentido a una vida
ridícula y vacía, convenciéndonos que no depende de
nosotros, es algo así, como masticar trocitos de cianuro
cada mañana con el desayuno.
Darse cuenta que cuando hacemos lo que amamos y de
paso amamos lo que hacemos, toda forma cíclica carece
de valor, que el costo del tiempo activo,
pero envenenado de desidia, solo nos convierte en vivos
muertos, es tan magnifico como nefasto y doloroso.
Cuando una tregua se instala en nuestra minúscula e
invisible existencia, y nos sopapea arrogante, ocupando
cada minuto de ese tiempo amado, haciendo lo que
amamos, caemos en la asombrosa certeza de nuestros
reiterados, hasta el hartazgo, momentos perdidos,
y la desolación nos toma desprevenidos, porque entonces
culposos de treguas, entregadas como ofrendas para
sentirnos vivos, nos golpean la puerta con reclamos
relamidos y es tan grande el vacío, de no amar lo que
hacemos, y no hacer lo que amamos, que mancos y
ciegos, hacemos todo eso para lo que fuimos paridos.
Dejamos de sangrar y hacemos lo que es debido.
Cada puto segundo depende de nosotros ( Marche )
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